miércoles, 17 de junio de 2009

Paraiso en otoño, Paraiso en primavera.





Durante la infancia, crecí junto a dos enormes árboles del Paraíso que estaban en la vereda de mi casa. En primavera, florecían y perfumaban toda la cuadra con el aroma de sus pequeñas flores blancas. En las calurosas noches de verano, el abuelo Fioravanti se sentaba en su banquito a tomar aire, arrancaba sus ramas y las balanceaba de un lado al otro para espantar a los molestos mosquitos. En otoño, sus copas se llenaban de pelotitas amarillas que se transformaban en misiles perfectos para jugar con vecinos, amigos y hermanos. Los dos árboles del Paraíso estuvieron hasta que cumplí 16. En ese momento una mejora económica les permitió a mis padres arreglar finalmente la vereda y el frente de la casa. Me puse muy triste cuando los vi tirados en el piso, pero, al parecer, sus enormes raíces estaban fuera de control y “no hubo otro remedio”.
Paraíso: ¡qué nombre tan hermoso para el árbol de la infancia
!

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